«El niño y los sortilegios» de Ravel, a través de RADIOMÁS
- Este miércoles 31 de mayo a las 21 horas, en “La voz humana en la música”.
- Obra evocadoramente infantil en una época de convulsiones y guerra.
Jorge Vázquez Pacheco
Xalapa, Ver. – Este miércoles 31 de mayo a las 21 horas y a través de las frecuencias de “La radio de los veracruzanos”, se difundirá la producción radiofónica para la ópera en un acto “L’enfant et les sortilèges”, del compositor francés Maurice Ravel (1875-1937). Esta programación nocturna obedece a la conveniencia de repetir la emisión que normalmente registra el espacio “La voz humana en la música” los días sábados a las 12 horas.
El mundo infantil, hacia la ópera
Las crónicas de la primera mitad del siglo pasado nos indican que Ravel, el maestro célebre principalmente por su “Bolero”, mostraba una indeclinable afición hacia los objetos miniaturísticos, de los que contaba con una buena colección. Para Hélene Jourdan-Morhange, era como un niño que conservaba de la infancia el calor entusiasta y una capacidad de sorpresa jamás alterada. Para Roland Manuel, el mundo de este músico era un encantado contexto poblado de niños, dioses y hadas; “de animales tiernos, de fantoches turbulentos, de relojeros sin alma y relojes inmortales…”
Esta tendencia hizo que su genio creativo se acercase, de manera casi natural, al mundo de la fantasía infantil, lo que se hizo presente en obras como “Mamá la Oca” y la primera de sus dos únicas óperas: “L’enfant et les sortilèges” (El niño y los sortilegios).
Los analistas concuerdan en que aquí conjugó, de forma mayormente vívida, su habilidad para evocar el mundo infantil mediante la presencia de un jovencito travieso (un niño de entre 6 y 7 años de edad) que cruza inopinadamente de la realidad a la fantasía. “El niño y los sortilegios” se establece como una lúcida incursión hacia el fantástico contexto de los animales parlantes y de objetos que cobran vida, en un derroche de imaginación desde la que no intentó siquiera disimular el parecido de su libreto con “Alicia en el país de las maravillas”, aunque su ópera se apropia por mérito propio de todas las virtudes que le hacen merecedora de un importante sitial en el repertorio escénico.
Eran los turbulentos tiempos de la Primera Guerra Mundial; Ravel intentaba sumarse al ejército e ir al frente de batalla, pero fue rechazado por su endeble salud. Los mandos militares decidieron que, por su físico menudo y frágil, solo podría servir como conductor de vehículos para las fuerzas armadas.
Por otro lado, Jacques Rouché –director de la Ópera de París– se había propuesto llevar a escena un texto que la novelista Sidonie-Gabrielle Colette había dedicado a su propia hija y que Rouché hizo llegar inicialmente a Paul Dukas, en marzo de 1916. Una vez que el autor de “El aprendiz de brujo” se negó a trabajar sobre este encargo, la comisión recayó en Ravel quien, debido a los explicables rezagos del correo a causa del conflicto, recibió el texto hasta mediados del año siguiente y solo hacia 1918 inició la composición de la música.
Todo indica que, una vez abordado el encargo, Ravel se dedicó a trabajar con verdadero entusiasmo, aunque en condiciones por demás complicadas. Su delicada salud se resentía frecuentemente, al tiempo que se exigía demasiado a sí mismo para cumplir con los compromisos pendientes. Pero después de terminar la ópera y revisarla detenidamente, como le demandaba su autoimpuesta censura, “El niño y los sortilegios” se estrenó en Monte Carlo, el 21 de marzo de 1925. Las personalidades allí reunidas –con un buen número de músicos y compositores– coincidieron en que habían asistido a todo un acontecimiento y se dice que allí mismo Ravel fue premiado con prolongadas ovaciones.
Trama de fantasía y cuento de hadas
El libreto sobre la redacción de Colette no presenta muchas complicaciones. Desde el inicio se muestra al niño, de quien no se menciona el nombre, atenaceado por el aburrimiento y la obligación de trabajar sobre la tarea escolar. Inquieto y nervioso, declara que, en lugar de cuadernos y libros, preferiría pasear y comer golosinas. Cuando aparece su madre para reprochar esa perezosa actitud, el niño se torna más grosero aún y su castigo será permanecer en su habitación hasta la hora de cenar. Una vez solo, el chamaco arma tremendo alboroto, quiebra el péndulo del reloj, rasga las páginas de algunos libros y hace lo mismo con el tapiz que cubre las paredes con ilustraciones de escenas bucólicas. También rompe la tetera y la taza que su madre había depositado en la mesa, punza con su lápiz a una ardilla encerrada en su jaula y procede a jalar al gato de la cola.
Pero, oh sorpresa, las cosas alrededor comienzan a cobrar vida y los primeros en reclamar el maltrato son el sillón y su taburete. Siguen la taza y la tetera, mientras los pastorcillos y sus ovejas dibujados en el tapiz salen a lamentar que su entorno ha sido devastado. Más adelante aparecerá un hada, quien hará comprender al asustado chiquillo que los libros con hojas desgarradas son áridos, de frías y secas lecciones.
Pero eso no es todo. Las paredes de la casa se repliegan y repentinamente el niño se encuentra en medio del bosque, la oscuridad le aterra y, para colmo, un árbol se queja de que con un cuchillo el chamaco le ocasionó una herida por la que brota savia. Después aparecen ranas, polillas, ardillas y libélulas que nutren el desarrollo de esta escena fascinante. Los animales le acusan de crueldad cuando confiesa que atrapó una libélula para atravesarla con un alfiler y clavarla en la pared. “¡El nido, los pequeñitos sin su madre! ¡Ellos necesitan ser alimentados!” es el airado reclamo.
Deciden tratar de tomar desquite y en medio de la batahola una ardilla cae lastimada. El jovencito se apresura a vendarle la patita herida y, sin proponérselo, motiva la piedad de los animales. “Después de todo, no es de mal corazón”, razonan, pero las acusaciones han sido tan intensas que el jovencito se desvanece al momento de gritar por auxilio a su madre. Una vez caído, ahora son las bestezuelas quienes se angustian y deciden hacer el supremo esfuerzo de llevarle a “su nido”, de modo que le arrastran a la puerta de la casa mientras repiten a coro el mismo grito. Una vez que lo depositan y por la puerta aparece una figura, el niño habrá de enunciar la palabra que es una poderosa y mágica evocación: “Mamá”.
Mezcla de heterogéneos estilos
Aguzar poderosamente el ingenio es algo que Maurice Ravel tenía por costumbre, de modo que para ésta, su segunda ópera, procedió a la parodia de bailes propios de su época y de tiempos pretéritos, así como a procedimientos colorísticos presentes de autores como Donizetti, Massenet y hasta Monteverdi. La danza de los personajes surgidos del tapiz presenta evocaciones de corte medieval, mientras que el canto de la taza de porcelana rota muestra aires chinescos y el anciano que representa a la Aritmética encabeza un coro centelleante a la manera de los dramas bufos de Rossini.
Todo aquí se conjuga para ofrecer el convincente retrato de una época convulsionada por los conflictos armados, las crisis sociales y devaneos idealistas (¿qué época en la historia de la humanidad no ha sido así?) en que un creador deposita su atención en las formas que le antecedieron para recrear en su propio espacio un añorante ámbito cuajado de tiernas imágenes y fantasías deslumbrantes.
Con ello reitera sobre la melancólica lejanía de nuestra niñez y la añorante idea de que todo tiempo pasado fue mejor.
Y si te lo perdiste, aquí lo puedes escuchar: