El lado de la migración que nunca se habla
Al escuchar la palabra migración vienen dos tipos de imágenes a nuestras mentes.
Las primeras son aquellas migraciones que realizan los animales cada cierto tiempo, imágenes asombrosas de decenas, cientos, miles o millones de seres desplazándose algunas veces continentes enteros. Los motivos de estas migraciones son tan variados como los seres que las realizan; ríos de aves moviéndose a través de hemisferios para sobrevivir los gélidos inviernos del norte; multitudes que rondan al millón y medio de ñus en busca de pasturas y agua; mariposas monarcas recorriendo toda América del norte, una migración que ningún individuo completa por sí solo, ya que es transgeneracional. Inclusive el animal más grande sobre el planeta Tierra, la ballena azul, con un peso mayor a las 100 toneladas, realiza migraciones periódicas.
El otro grupo de imágenes que se evocan al escuchar migración, también nos deja sin palabras, pero rara vez vienen acompañadas de una majestuosidad como la migración animal.
La memoria colectiva nos evoca imágenes de personas desesperadas, intentando no caer de un tren de carga a altas velocidades, hombres y mujeres sedientos intentando cruzar un desierto, decenas de familias manteniendo a flote una balsa, niños separados de sus familias por una guerra, fotografías crueles pero muy reales. Y todo esto se torna irónico cuando se observa al humano con una lente biológica e histórica.
Los humanos estamos hechos para migrar, naciones enteras han sido construidas gracias a los procesos de migración y mestizaje; de no haber migrado, los humanos seguiríamos siendo un pequeño mono lampiño en África. La migración está codificada en nuestra sangre, e incluso puede ser rastreada.
¿Cómo es que la historia humana ha culminado en un punto en el que los migrantes son tanto despreciados como relegados? ¿Qué tan diferentes somos de nuestros primos animales?
Emprendamos juntos este viaje de humanos, mariposas y ballenas, pues lo importante no es el destino, sino el viaje.